viernes, 22 de abril de 2016

LUZ Y SOMBRA



Espoleado por un amigo a escribir lo que fuera, el mismo que me facilitó y dedicó (junto con Quique Iglesias) una copia de un libro de cuentos en el que él participó y que gira en torno a Ayotzinapa, decidí mi mini intento tomando precisamente el tema del narcoestado para ejercitar el teclado.

Los títulos de los como capítulos son las cuatro rolas con título en español del soundtrack de un videojuego que se llama Red Dead Redemption y que se los recomiendo mucho. Los links están en los mismos títulos.




Es la hora del día en que la luz del Sol es más castigadora. Nadie camina por las calles, las cuales son polvorientas y el viento constantemente las oculta, no dejando ver la forma de las cosas y dejando todo arenoso a su paso afuera de las casas, donde todos están comiendo y haciendo tortillas. Los animales buscan la sombra, la cual desaparece, haciéndose más o menos nula de acuerdo a su paralelo y meridiano. Sobre el cerro se tiene una vista total de unas treinta casas que quién sabe hace cuánto tiempo habrán sido construídas, seguramente las manos de los hombres y las mujeres que las construyeron y habitaron primero han de estar ya bajo la tierra. Las casas descansan ingeniosamente sobre piedras imprecisas y un milagroso arroyo lo atraviesa todo, corriendo bajo la sombra de algunos árboles. Luego de manera transversal están las dos entradas del pueblo con puertas que impiden que se salgan los animales. Una rezagada lagartija encuentra un oasis bajo la sombra de una piedra más grande. Discretos vientos silban como ríos invisibles cuyo suelo son árboles y casas y otra vez piedras, como las mismas que son el suelo del río de agua. A veces igual de estruendoso como un relámpago se escucha algo definitivo a la distancia, como la instantánea creación de algo cuya inclusión forzada y repentina en el espacio forsozamente expande ruido con vigor, con todo el fervor de su existencia (como también puede ser el estruendo de una destrucción probablemente igual de definitiva). La vida sale a flote al anochecer, cuando el olor de los jazmines se hace afluente del perfume de la piel de las adolescentes recién bañadas que salen a que se les seque el cabello y a que las volteen a ver. En la esquina de alguna casa la carcajada de una niña hace una escotadura en el silencio con la magia acústica de la noche que reparte el espectro armónico de su voz por todas las cosas y por todas las superficies. Una mariposa nocturna vuela entre las madreselvas del jardín de la casa más soberbia del pueblo, que es de paredes turquesas por fuera y blancas por dentro, con pisos de mármol y muebles de nogal. Ya en verano, en el sótano de esta casa se encontrarían tres cuerpos sin vida, el de una familia joven de tres integrantes, un hombre de 27 años, una mujer de 24 y un niño de 2 años, descuartizados y empapados en un charco de tres sangres combinadas, unidos más ahora en muerte que en vida. En los remanentes de una de las cabezas había un papel clavado por el ojo que decía “que así muera todo el cartel de sinaloa. sus amigos los zetas”. La incipiente pestilencia aún habría de contenerse en el sótano por varias horas, no se mezclaría con el olor de la tierra húmeda de una mañana helada y neblinosa. El rocío en los pétalos de las flores saciaba la sed de unos colibrís y un rayo de Sol recorría sus millones de kilómetros para cumplir su meta de iluminar la mano arrugada de un anciano que duerme. La mañana iba inundando así todo el pueblo, comenzando por los resquicios de las ventanas de madera y luego con una franca ola colosal que revolvía el aire y que hacía que de nuevo se levantara la tierra del suelo y que no dejaba ver hacia dónde va la calle ni distinguir la forma de las cosas.




Ricardo Vázquez fue un fotoperiodista sinaloense que urgaba en la realidad como nadie, a pesar de todo y a pesar de todos. Su idealismo era tal que no perdonaba ni a los propios, ahora imagínense a los extraños. Su compromiso con la verdad lo llevó a las esquinas más sórdidas de las ciudades, ejerciendo de manera independiente su deber de revelar la verdad de los hechos, de las muertes y los cuerpos acumulados. Dicho compromiso lo llevó también a ser hombre virtuoso, pues siguiendo la idea de un viejo sabio que decía que o se tienen todas las virtudes o ninguna o algo así, pensó que había que tener todas las virtudes, y en su compromiso con la verdad se ideó un código de conducta donde ennumeraba las cinco virtudes, y eran cinco porque ese es el número de laminillas del diafragma de su primer lente luminoso, un 50mm f1.8, y la primera virtud era la sabiduría, sobre todo para los aspectos técnicos y compositivos de la ciencia y arte de hacer click (así como para otras cosas), paciencia, para anticiparse al momento que hay que capturar, justicia, claro está, coraje, para meterse a veces a la boca del lobo y finalmente salud, pues consideraba el mantenimiento de la salud como resultado parcial de la virtud, Ricardo hacía ejercicio y se entrenaba casi como fotoperiodista de guerra, porque había que estar presto a la carrera si era encesario, y con la cámara que hay que andarla cuidando no se puede correr tan bien, con la libertad del movimiento de los brazos si el correr fuera natural y libre, sin la cámara que tiene que ir a perseguir la imagen del político polémico o el homicidio pasional local, su libertad limitada al correr que busca la libertad del hombre gracias al suave efluvio de la verdad a través de la imagen, ya sea a blanco y negro o a colores, estas son las virtudes que todo fotoperiodista debería tener y que puso de manifiesto en su discurso de agradecimiento al primer lugar en un concurso de fotoperiodismo que ganó con una foto que mostraba a un hombre armado en la sierra apuntando a un hombre joven que resultó que trabajaba para ellos recolectando la hierba y que había sido descubierto robándose buena parte de la hierbita:

“...fue teniendo en mente mis cinco virtudes por las que siempre me he regido en el fotoperiodismo que llegué a la sierra a fotografiar lo que pudiera, yo joven y un poco temerario de 24 años, con mi cámara y mis dos lentes y mi celular, porque no son tan estrictos en esa parte, pero llevar un camarón con un lente gran angular y otro telefoto pues sí llama la atención, y este equipo solo lo usaba cuando estaba yo a solas, aprovechando también para hacer fotografía de paisaje, mi segunda pasión. Emocionado por la idea de ganar el concurso y así ganar fama para que la gente empezara a considerarme y quizá convertirme en un profesional del oficio recordé a un amigo de la preparatoria que nació y creció en la sierra hasta que terminó la secundaria, este amigo en cuestión una vez en una borrachera un viernes a unas calles de la prepa me contó orgulloso cómo es que en su rancho conoce a un vato que conoce a los vatos que conocen al mero mero capo de la región. En ese momento no le presté atención y no recuerdo qué le respondí pero siempre lo recordé. Y hasta que me metí de lleno al fotoperiodismo empecé a rumiar la idea de contactar a ese amigo y, no ocurriéndoseme otro plan para el concurso decidí llamarle. Fui directo y le pregunté si me podría ayudar, le dije que me interesaría infiltrarme y me dijo que me llamaría después. Por cada día que pasaba sin recibir su llamada yo pensaba en otras composiciones, pero no quería clichés, no quería fotos de viejitos pobres en pueblos en sepia demostrando la condiciones socioeconómicas que ya todo mundo sabe, es un discurso repetido. No sabía que obturación ni qué número f habría de usar, solo sabía que tendría que buscar la imagen genuinamente dramática, la que te despierta de tu soporosa y dolorosa realidad, como la de aquel en público suplicio que ya teniendo a cuestas el sufrimiento del hambre, del sueño y de la sed recibe un latigazo en la espalda, y por fin recibí la llamada de mi amigo y me dijo que tenía una idea. Que yo iba a ser el nieto de don Remigio Vázquez, el señor viejito con Alzheimer que vivía solo y cuyo único familiar en la vida era su único hijo que se fue a los Estados Unidos, del que no se volvió a saber nunca pero que puntualmente le llegaba a don Remigio sus dólares con los que sobrevivía y que eran administrados lealmente por su mejor amiga doña Elvira, que recientemente falleció y no había ahora en el pueblo quien se echara la bolita de la responsabilidad de don Remigio, ideamos entonces que yo por fin ubiqué a mi abuelo Remigio y que ahora yo cuidaría de él, que yo perdí el rastro de mi padre y que gracias a mi amigo de la sierra identifiqué a un posible familiar mío y así lo conveminos, fuimos a la sierra y otros dos amigos de don Remigio, los únicos que le quedaban, atestiguaron, cual acusados con Jean Valjean, que yo me parecía a Alfredito, hijo de don Remigio, mi padre de quien perdí rastro y que ahora en mi búsqueda con mis orígenes he hallado a mi abuelo, y se confirma que soy su nieto y decido quedarme a vivir aquí, yo con mi propio dinero y administrando los menesteres necesarios de la vida diaria de don Remigio. Una vez instalado en el pueblo mi amigo me presentó al que me decía, al que trabajaba en la sierra recolectando hierba, Vicentito, gran amigo de todo aquel que el dispare la peda, y no siempre gorrón de vez en cuando sí te picha cuatro caguamas, y es tu cuate y le cuentas de Culiacán y ellos te cuentan del campo y de las vacas y que ya se acerca la época de ir a sembrar y de ir por más leña y otras cosas del campo, como lo es recolectar hierba para el cártel local, pagan bien, pagan rebien, alcanza para unas botas de piel de venado, para una pistola, para varias pedas, para la mensualidad de un gran angular luminoso, el que me haría ganar fotos de la naturaleza, fotografiaría la gran gota péndula de una rama de árbol que refleja la repetida sequía o todas las mariposas monarcas, como vistas en el aleph, o quizá otras cosas como el ojo de un muerto en la calle, con un cuervo al fondo todo desenfocado, si es posible. Convencí a Vicente Sorel de que me llevara a recolectar hierba con él, y fuimos varias veces, me gané la confianza de todos. Ya me regresaban el saludo. Y fue ya por la séptima vez que pasó eso de que ese vato se estaba metiendo en sus bolsillos la hierba en vez de las bolsitas que nos daban y fue ahí que aprovechando la conmoción saqué mi celular y capturé la imagen que creo que se converte en el rostro de una realidad que...”,

en ese tenor fue el discurso de Ricardo Vázquez, el fotoperiodista sinaloense más veloz (y aquí era por partida doble por la rapidez de sus piernas y la de su ojo fotográfico compositivo), el de más honestidad e imparcialidad, el que fundó El Club de los Cuerpos, en referencia a los cuerpos de sus cámaras y al tipo de trabajo fotoperiodístico que ahí se ejercía, el de los cuerpos de los que nadie nunca se entera, los muertitos que en la noche colgamos de puentes o disolvemos en ácido o simplemente los escondemos por ahí. No sé si estén de acuerdo conmigo pero ya no hay muertos. Estoy hablando de los muertos muertos, de los muertos de antes, de los muertos de categoría, de los muertos por tradición, por cariño, por calor en la sangre. De esos muertos. Porque ahora estamos invadidos de una nueva raza que son los muertitos, esos son muertitos rascacolas. Muertos los de antes, que hasta gusto daba conocerlos, cuando estaban con vida. Como seguro habrá sido mi señor Jesús Malverde.





Vicente Sorel era un hombre diminuto en todos los aspectos: en cuerpo, en moral y en inteligencia. Lo poca inteligencia la usaba para estafar y manipular así como también para darse cuenta de algo que se le hizo muy obvio una vez que llegó a la conclusión y que es que el mundo se reduce a dos tipos de personas, los que tienen dinero y los que no lo tienen, y que unos viven mejor que los otros. Lo que tenía de moral lo ejercía en amar y respetar a sus padres y a su perro y a sus hermanos un tanto menos, a los amigos peor, a veces era medio traidor y medio gorrón y cuando traía dinero no invitaba a nadie y se iba a las fiestas grandes a otros pueblos a conocer a la gente que sí es interesante porque tienen dinero y por eso hacen cosas interesantes, como llegar en grandes trocas y tener harto chupe y ropa bonita. Vicentito ahorraba secretamente, se hacía el que no tenía dinero y siempre se hacía invitar el chupe pero tenía sus ahorritos para comprarse sus botas de piel de alguna lagartija difícil de matar. Vicentito se daba sus lujitos. Y lujitos sí, en diminutivo, porque recordemos que Vicentito también era diminuto de cuerpo. No medía más de 1.55 metros y no pesaba más de 45 kilos, pero eso no importaba porque el tamaño no importa lo que importa es cómo se mueve y Vicentito sabía moverle al caballo y a ser un hombre de campo, y por partida doble porque como Jet Li en Los Indestructibles, él es más pequeño y para hacer el trabajo de un hombre tiene que esforzarse el doble. Él hace más, él consideraba que merecía más. Vicente merecía todo el mundo. Pero sabía que el mundo le pertenece a los corruptos, que para poder ser gente de poder se necesita ser corrupto y escalar sobre los demás y Vicentito no era así, no señor, Vicentito era fiel a su gente, no defraudaría a sus padres que tanto lo querían y que le heredarían parte de su ejido, siempre haría el bien, respetando la vida y la libertad de los demás. Sabía que tendría que pasar su vida estando del lado de los pobres, pero siendo buena gente y eso vale más. Ninguna fuerza de ninguna índole doblegaría sus valores. Hasta que conoció a Susana, la de anchas caderas y suculentas piernas, medianos senos y cabellera larga lacia castaña, como sus ojos. Susana de veinte años deseada por todos los hombres, desde niños hasta ancianos, quien no le negó a Vicente un bailecito en la fiesta de aniversario del pueblo. Con un apretón de cintura de Vicentito por aquí, una sonrisita de Susanita por allá y un esgrima con las miradas en el que siempre ganaba ella, porque Susana era todo lo opuesto, era de gran cuerpo, moral e inteligencia y su gran dote era su misma belleza, inteligencia y agradable trato y la grandeza de Susana merecía un hombre grande, digno de ella. Vicente no lo era y lo sabía. Sabía que no tenía mucho para dar, que para merecerla había que tener algo si quiera. Ese algo lo tendría que conseguir venciendo los obstáculos de su propia condición fuera como fuera, quizá tendría que traicionar sus valores o defraudar a sus padres, pues la fuerza de la virtud le era desconocida.




"Ja, ire nomás cómo lo dejaron, ni se le halla forma”, dijo Mario mientras leía El Club de los Cuerpos, “pus está bien, que se maten entre ellos”, Mario enmudeció al instante, dándose cuenta de su error. Tras cinco semanas de luto la gente seguía susceptible por la trágica muerte de Vicentito, Susana y Vicentitito. Se reía menos, se comía menos, se dormía menos. Como ya era junio ya empezaba a llover y la lluvia trajo lodo y un arroyo más grande que traería cosecha. Uno de esos días muy lluviosos ocurrió el triple asesinato facilitado por los relámpagos y las calles todas lodosas y el granizo que hacía que nadie saliera ni escuchara nada. 


"Lo malo es que se llevan a gente inocente entre las patas, ponle tú que entiendo que Vicente que andaba en malos pasos pero porqué a Susanita y el niño”, dijo llorosa Rubidia, madre de Mario. Lo que quedaba del desayuno ya estaba frío y Santiago, esposo de Rubidia y padre de Mario, calentaba una tortilla a fuego directo, luego echó un pedazo de masa al plato del gato y regresó a la mesa para echarse un taco de requesón con café. La noche anterior también había llovido, como toda la semana. Se hacían mosquitos pero crecían la avena y el maíz. Las trocas se atascaban en el lodo pero el río estaba para pescar. Mataban gente pero mataban gente. Santiago, hombre de pocas palabras pero de buen juicio y que solo hablaba si se trataba de sus animales (en la mesa solo hablaba de una vaca que se extravió y que hay que ir a encontrarla o que si la gallina ya puso huevos o no. Y si no hasta al minino le hablaba, Batmancito le llamaban, porque era chiquito, negro y bien sigiloso. Y cuando Santiago jugaba con él en la mesa le tomaba sus patitas y decía “Ay Batmancito, se avecina una tormenta” y más Batmancito y Batmancito. “Ya Santiago, pareces idiota”, decía Rubidia) terminó su taco de requesón, se levantó y agarró su sombrero y dijo “ya nos vamos” y Mario se iba tras de él porque había terminado el bachillerato y era un hombre libre y decidió que aprendería a cultivar la tierra, como su padre, porque no hay nada más natural y de hombres que cultivar la tierra y el olor a la tierra en tus manos solo podría equipararse con el olor de Susana, Susana la de anchas caderas y suculentas piernas, medianos senos y cabellera larga lacia castaña, como sus ojos. Susana de veinte años deseada por todos los hombres, desde niños hasta ancianos, quien le negó un bailecito a Mario en la fiesta de aniversario del pueblo, cuando el verdadero Club de los Cuerpos empezaba a ganar adeptos en esta región.

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