domingo, 11 de octubre de 2020

Cuento al alimón con Horacio Quiroga

A LA DERIVA


El hombre se sintió confuso, y en seguida sintió un retortijón en la panza. Dio un brinquito adelante, y al volverse con una cuba vio un fantasma que envuelto sobre sí mismo esperaba otro espanto.

El hombre echó una fugaz ojeada al espejo, donde dos manchas negras oscilaban vibrantes, y sacó un pitufo de su bolsillo. El fantasma vio la amenaza, y hundió más la cabeza merito en medio de su pantalón; pero el pitufo saltó de pronto, picándole las nalgas.

El hombre se quitó la piel, se arrancó los músculos abdominales, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de su ombligo y de su ano, y comenzaba a invadir todo el peritoneo. Apresuradamente se ligó el escroto con sus audífonos y siguió por Xola hacia el depa de Berronas.

El dolor en la panza aumentaba, con sensación de transfictivo tormento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes cólicos que como relámpagos habían irradiado desde el yeyuno hasta la mitad del muslo. Movía la pierna con dificultad; una alucinante sequedad de garganta, seguida de sed de la mala, lo puso a prepararse otra cubita.

Llegó por fin al departamento, y se echó de brazos sobre las almohadas del sofá. Los dos orificios corporales desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón de la panza entera. El peritoneo parecía adelgazado y a punto de ceder, de tenso. Quiso llamar a Berronas, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta rasposa. La sed lo devoraba.

 —¡Berronas! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame ron!

Berronas corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió de tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí ron, no cerveza! —gritó de nuevo. ¡Dame ron!

—¡Pero es ron, Luis Aguilar! —protestó Berronas espantada.

—¡No, me diste cerveza! ¡Quiero ron, te digo! Berronas corrió otra vez, volviendo con la botella. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en el pescuezo.

—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su panza lívida y ya con aspecto gangrenoso. Sobre la honda ligadura de los audífonos, el escroto desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de pescuezo que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando intentó incorporarse, un canijo vómito lo tuvo medio minuto con la frente apoyada en la almohada de sofá.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta avenida Tezontle subió a un Uber. Sentóse en el asiento trasero y comenzó a refunfuñar por todo Río Churubusco. Allí el tráfico del sábado, que en las inmediaciones de CDMX corre sus kilometritos, lo llevaría antes de cinco horas más al poniente de la ciudad.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar al CENART; pero allí sus manos dormidas dejaron caer el teléfono celular en el Uber, y tras un nuevo vómito —de pizza esta vez—dirigió una mirada a las nubes sobre toda la urbe.

La panza entera, hasta medio tórax, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su navaja: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar a un hospital, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alvi, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

El tráfico de Río Churubusco se precipitaba ahora hacia el poniente, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por Félix Cuevas, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

—¡Alvi! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

—¡Compadre Alvi! ¡No me niegues este favor! —clamó de nuevo, alzando la quebezas del suelo. En el silencio del asfalto no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su Uber, y el tráfico, cogiéndolo de nuevo, lo llevó velozmente a la deriva.

Churubusco corre allí a lo largo de una inmensa ciudad, cuyas casas, de cien formas, encajonan fúnebremente el circuito. Desde las orillas bordeadas de grises paredes de concreto, asciende el esmog, gris también. Adelante, a los costados, detrás, el eterno movimiento lúgubre, en cuyo fondo el Río Churubusco circular se precipita en incesantes destellos de luces delanteras. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo del Uber, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la quebezas: se sentía mejor. La panza le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El alucín comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída de la lluviecita para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en su destino.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en la panza. ¿Viviría aún su compadre Kike en CDMX? Acaso viera también al Abuelo, y al vato de la Agrícola Oriental que se lo habían vergueado.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el Río Churubusco se había coloreado también. Desde el extremo occidental, ya entenebrecido, el horizonte dejaba caer sobre Río Churubusco su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de zopilotes cruzó muy alto y en silencio hacia el Estado de México.

Allá abajo, sobre el Río de oro, el Uber derivaba velozmente, cambiando a ratos de carril ante la incertidumbre del flujo vehicular. El hombre que iba en él se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver al Abuelo. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración también...

Al Canales lo había conocido en una peda un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . . .

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

—Un jueves...

Y cesó de respirar.


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