sábado, 28 de abril de 2018

Los sicas



La puerta del restaurante del Machucas se abrió y entraron dos hombres que se sentaron en la barra.
-¿Qué van a ordenar, jefe? -les preguntó Eduardo.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿A ti qué se te antoja, Ricardo?
-Mmm, no sé -respondió Ricardo-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo de la barra, Alviseni López, quien había estado conversando con Eduardo cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir unos tlacoyos de requesón y puré de papas-dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
-Eso es pa la cena -le explicó Eduardo-. Nomás a partir de las seis.
Eduardo miró el reloj en la pared de atrás de la barra.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Está adelantado veinte minutos.
-Mmmta, a la mierda el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué hay para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de tortas -dijo Eduardo-, jamón con huevos, huevos con tocino, hígado encebollado y tocino, o un bistec.
-A mí dame el filete de pescado con salsa blanca y guacamole.
-Esa es cena también.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, huevos con tocino, hígado…
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Ricardo. Vestía un sombrero de campesino y una camisa a cuadros. Su cara era morena y redonda, su barba rala. Llevaba una bufanda de estambre y guantes.
-Dame huevos con tocino -dijo el otro. Era más o menos de la misma estatura que Ricardo. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban camisas a cuadro, de sastre. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre la barra.
-¿Qué hay de tomar? -preguntó Ricardo.
-Pepsi, Fanta, agua de horchata y de jamaica -enumeró Eduardo.
-Dije que si tienes algo para tomar.
-Nomás lo que dije.
-Es un pueblete caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Atlacomulco.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Ricardo a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen por acá en la noche? -preguntó Ricardo.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan bien sabroso.
-Así es -dijo Eduardo.
-¿Con que así es, eh? -Ricardo le preguntó a Eduardo.
-Así es.
-Así que eres un listillo, ¿no?
-Así es -respondió Eduardo.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombre-. ¿No es cierto, Ricardo?
-Se quedó mudo -dijo Ricardo. Giró hacia Alviseni y le preguntó-: ¿Cómo te apellidas?
-López.
-Otro listillo -dijo Ricardo-. ¿No es listillo, Luis?
-El pueblo está lleno de listillos -respondió Luis.
Eduardo puso las dos charolas, una de jamón con huevos y la otra de huevos con tocino, sobre la barra. También trajo dos vasos de arroz con leche y cerró la puerta de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Ricardo.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un listillo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. Eduardo los observaba.
-¿Qué ves? -dijo Luis mirando a Eduardo.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas viendo a mí.
-Creo que lo hacía de broma, Luis -intervino Ricardo.
Eduardo se rió.
 no te rías -lo cortó Luis-. No tienes nada de qué reírte, ¿entendido?
-Está bien -dijo Eduardo.
-Así que piensas que está bien -Luis miró a Ricardo-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Ricardo. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el listillo ése que está en la punta de la barra? -le preguntó Ricardo a Luis.
-Ey, listillo -llamó Luis a Alviseni-, ve con tu amigo del otro lado de la barra.
-¿Por? -preguntó Alviseni.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, listillo -dijo Ricardo. Alviseni pasó para el otro lado de la barra.
-¿Qué se proponen? -preguntó Eduardo.
-Te vale madres -respondió Ricardo-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo que el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué planean?
-Dile que venga.
-¿Dónde creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Luis-. ¿Parecemos tarados acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Ricardo-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este wey? -y luego a Eduardo-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, listillo. ¿Qué le haríamos a un negro?
Eduardo abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Laboriel, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde la barra.
-Muy bien, negro -dijo Ricardo-. Quédate ahí.
El negro Laboriel, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados en la barra:
-Sí, señor -dijo. Ricardo bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el listillo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, listillo.
El hombre entró a la cocina después de Alviseni y Laboriel, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Luis se sentó en la barra frente a Eduardo. No miraba a Eduardo sino al espejo que había tras la barra. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
-Bueno, listillo -dijo Luis con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Ricardo -gritó Luis-. Acá este listillo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Ricardo desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Luis miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diré.
-Ey, Ricardo, acá el listillo dice que no dirá lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Ricardo desde la cocina, que con una botella de Sidral Mundet mantenía abierta la ventana por la que se pasaban los platos-. Escúchame, listillo -le dijo a Eduardo desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Luis, hazte un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, listillo -dijo Luis-. ¿Qué crees que va a pasar?
Eduardo no respondió.
-Te voy a platicar -siguió Luis-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Dolph Lundgren?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si es que viene.
-Ya sabemos, listillo -dijo Luis-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan listo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Dolph Lundgren? ¿Qué les hizo?
-Nunca ha tenido la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos ha visto.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Ricardo desde la cocina.
-¿Y entonces por qué lo van a matar? -preguntó Eduardo.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, listillo.
-Cállate -dijo Ricardo desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al listillo, ¿no, listillo?
-Hablas demasiado -dijo Ricardo-. El negro y mi listillo se divierten solos. Los tengo amarrados como puercos.
-¿Tengo que suponer que has convivido con puercos?
-Uno nunca sabe.
-En un rancho. Ahí estuviste tú.
Eduardo miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, listillo?
-Sí -dijo Eduardo-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Luis-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
Eduardo miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró el dueño de una pollería.
-Hola, Eduardo -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Laboriel salió -dijo Eduardo-. Volverá en alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el pollero. Eduardo miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, listillo -le dijo Luis-. Eres todo un caballero.
-Sabía que le volaría los sesos -dijo Ricardo desde la cocina.
-No -dijo Luis-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el listillo.
A las siete menos cinco Eduardo habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una chancecita Eduardo fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Ricardo, con su camisa a cuadros abierta de tres botones, sentado en un taburete junto a la puerta con el cañón de una fusca recortada apoyado en un saliente. Alviseni y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con unos trapos en las bocas. Eduardo preparó el pedido, lo envolvió en papel estraza, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
-El listillo puede hacer de todo -dijo Luis-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna mujer una linda esposa, listillo.
-¿Sí? -dijo Eduardo- Su amigo, Dolph Lundgren, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Luis.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vámonos, Ricardo -dijo Luis-. Mejor ya hay que llegarle. Ya estuvo que no vino.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Ricardo desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y Eduardo le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué chingados no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Ricardo -insistió Luis.
-¿Qué hacemos con los dos listillos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer aquí.
-No me gusta nada -dijo Ricardo-. Es imprudente, hablas demasiado.
-Ay, qué te pasa -replicó Luis-. Tenemos que divertirnos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Ricardo. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo la camisa desfajada que se arregló con las manos enguantadas.
-Adiós, listillo -le dijo a Eduardo-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías jugar Serpientes y Escaleras, listillo.
Los dos hombres se retiraron. Eduardo, a través de la ventana, los vio pasar bajo la lámpara de la esquina y cruzar la calle. Con sus camisas a cuadros y sombreros campesinos parecían dos vatos de ley. Eduardo regresó a la cocina y desató a Alviseni y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Laboriel-. No quiero que vuelva a pasarme.
Alviseni se incorporó. Nunca antes había tenido un trapo en la boca.
-¿Qué mierda…? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Dolph Lundgren -les contó Eduardo-. Lo iban a matar de un balazo tan pronto entrara.
-¿A Dulph Lundgren?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió Eduardo-, ya se fueron.
-No está chido-dijo el cocinero-. No está chido para nada.
-Escucha -Eduardo se dirigió a Alviseni-. Deberías ir a ver a Dolph Lundgren.
-Está bien.
-Mejor que no te metas en esto -le sugirió Laboriel, el cocinero-. La neta no te conviene meterte, wey.
-Si no quieres no vayas -dijo Eduardo.
-No vas a ganar nada metiéndote en esto -siguió el cocinero-. No la cagues.
-Voy a ir a verlo -dijo alviseni-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la casa que fue de Peña Nieto -George le informó a Alviseni.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle titilaban por entre las ramas de un árbol sin hojas. Alviseni caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz dobló por una calle lateral. La casa de Peña Nieto se hallaba a tres casas. Alviseni subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Dolph Lundgren?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si se puede.
Alviseni siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella tocó la puerta.
-¿Quiééééén?
-Alguien que viene a verlo, señor Lundgren -respondió la mujer.
-Soy Alviseni López.
-Pasa.
Alviseni abrió la puerta e ingresó al cuarto. Dolph Lundgren yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza (de arriba) sobre dos almohadas. No miró a Alviseni.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio del Machucas -comenzó Alviseni-, cuando dos weyes entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Dolph Lundgren no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Alviseni-. Iban a dispararle apenas usté entrara a cenar.
Dolph Lundgren miró a la pared y siguió sin decir nada.
-Eduardo creyó que lo mejor era que yo viniera y le contara.
-No hay nada que yo pueda hacer -Dolph Lundgren dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Dolph Lundgren. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No pues de nada..
Alviseni miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya con la policía?
-No -dijo Dolph Lundgren-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-A lo mejor no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Dolph Lundgren volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día aquí.
-¿Por qué no escapa de este pueblucho?
-No -dijo Dolph Lundgren-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de salvarse?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Ta bueno pues, yo me regreso con el Eduardo -dijo Alviseni.
-Cámara -dijo Dolph Lundgren sin mirar hacia Alviseni-. Gracias por venir.
Alviseni se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Dolph Lundgren totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No se ha de sentir bien. Yo le dije: “Señor Lundgren, debería salir a caminar en un día tan bonito como hoy”, pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué lástima que se sienta mal -dijo la mujer-. Es rebuena gente. Era boxeador, ¿sabía?
-Sí, ya sabía.
-Nomás por su cara se le nota -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es muy amable.
-Bueno, buenas noches, señora Nieto -saludó Alviseni.
-Yo no soy la señora Nieto -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Consuelo.
-Bueno, buenas noches, señora Consuelo -dijo Alviseni.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Alviseni caminó por la banqueta a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. Eduardo estaba adentro, detrás de la barra.
-¿Viste a Dolph?
-Sí -respondió Alviseni-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Alviseni, abrió la puerta desde la cocina.
-No quiero escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó Eduardo.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Se lo van a cargar.
-Supongo que sí.
-Se habrá metido en un pedote en Las Vegas .
-Supongo -dijo Alviseni.
-Está de la verga.
-De la chingada -dijo Alviseni.
Se quedaron callados. Eduardo se agachó a buscar un trapo y limpió la barra. Alviseni tronó la boca como si Eduardo se hubiera bajado a los chivos. 
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Alviseni.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso se los truenan.
-Me voy a ir de este pueblucho -dijo Alviseni.
-Sí -dijo Eduardo-. Es lo mejor que puedes hacer.
-Wey es que no mames, pensar que él espera en su cuarto y que sabe lo que le va a pasar. Eso está bien culero.
-Bueno -dijo Eduardo-. Ya deja de pensar en eso.

FIN

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